1.
“Es lo más horrible que me ha pasado en la vida”, dice Paola cuando le preguntan sobre su viaje a bordo de “la bestia”. La policía municipal la golpeó para robarle el dinero que traía y por eso tuvo que viajar pidiéndole monedas a la gente. El miedo se ha vuelto su acompañante más fiel. Mary se cayó del tren en movimiento y las ruedas le cortaron las piernas. Lucero estuvo secuestrada durante varios días. A Sofía la violaron los guardias fronterizos. A Matilde la prostituyeron. Todas saben que la parte más difícil del camino es el paso por México. En algún momento hablan de sus hijos. “Pienso en mis hijos y en todo lo que necesitan, y pues sigo adelante”.
Ésta es nuestra frontera sur. Se calcula que entre 150 mil y 400 mil personas la cruzan al año para intentar llegar a Estados Unidos. Vienen de Honduras, de El Salvador, de Guatemala. Las mujeres son el sector más vulnerable en el flujo migratorio. Huyen de la violencia centroamericana y al pasar por nuestro país deben afrontar “el triple ‘riesgo’: ser mujer, indígena y migrante”, dice el padre Alejandro Solalinde, defensor de los derechos humanos y director del albergue “Hermanos en el camino”.
Atravesar México es para ellas atravesar el infierno.
2.
Soy hija y nieta de migrantes, como lo era de camborios Antonio Torres Heredia en el poema de García Lorca: “Antonio Torres Heredia, / hijo y nieto de camborios, / con una vara de mimbre / va a Sevilla a ver los toros”. Mis abuelos y bisabuelos, a principios del siglo XX, dejaron su hogar con unas pocas cosas en las maletas y llegaron a la Argentina; venían de Italia y de Rusia, del hambre y los pogroms, de la pobreza y el miedo. Siete décadas más tarde, también mis padres dejaron su hogar –nuestro hogar- con unas pocas cosas en las maletas y sus cuatro hijos. Venían de la represión y la violencia, de la tortura y el miedo.
Mis abuelos encontraron un país –la Argentina- que les permitió vivir en paz, tener trabajo, educar a sus hijos e imaginar que algún día allí serían enterrados. El miedo había quedado atrás, al otro lado del océano.
Mis padres encontraron un país –México- que les permitió vivir en paz, tener trabajo, educar a sus hijos y quizás imaginar que algún día aquí serían enterrados. El miedo había quedado atrás, al sur de todos los sures.
Mis abuelas, mi madre, yo misma: todas migrantes que pudimos dejar el miedo atrás. Ni Paola, ni Mary, ni Sofía, ni Matilde, ni Lucero, ni otras miles y miles de migrantes que llegan a nuestro país pueden desprenderse del miedo. El miedo las acompaña a toda hora, a lo largo de todo el territorio. ¿Cuándo dejamos de ser un país generoso, un país de puertas abiertas, un país que permite trabajar, educar, construir, imaginar? ¿Cuándo se volvió imposible cruzar nuestro territorio en paz? ¿Cuándo nos volvimos un infierno para los que llegan buscando refugio? (Tienes razón, querido Mardonio Carballo: llevamos más de cinco siglos tratando así a nuestros indígenas. El horror no es nuevo.)
Tanto mirar a Trump y a su amenaza de construir un muro (un muro que en gran medida ya existe), se nos olvida mirar hacia la otra frontera. Propongo que intentemos hacer las dos cosas: oponernos a la violencia xenófoba y misógina del vecino del norte, y oponernos a la violencia xenófoba y misógina de nuestros propios compatriotas. No se vale ser selectivo en esto de la defensa de los seres humanos, no se vale gritar hacia un lado pero cerrar los ojos hacia el otro, no se vale ser ético y solidario sólo de a pedazos.
Emocionante la marcha de mujeres en Washington, sin duda. ¿Cuándo marcharemos también por Paola, por Matilde, por Sofía o por Mary?